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SOLIDARIDAD ENTRE MATEMÁTICOS (Hardy y Ramanujan)
Prólogo
de
C.P.
Snow a Autojustificación de un matemático de G.H. Hardy (Ed. Ariel 1981)
“Sobre
cómo descubrió (Hardy) a Ramanujan no guardó secreto alguno. Tal como
el propio Hardy escribió, fue el único incidente romántico de su vida. En cualquier caso,
es una historia admirable que acredita la calidad
de las personas (excepción hecha de dos) que tomaron parte en
ella. Una mañana, a principios de 1913,
Hardy encontró entre las cartas depositadas sobre su mesa de
desayuno un sobre ancho y sucio adornado
por sellos de la India. Cuando lo abrió encontró
en su interior algunas hojas de papel no precisamente nuevas en las
que, con una caligrafía muy poco inglesa, habían sido escritas líneas y
líneas de símbolos. Hardy las observó
sin entusiasmo. Por esta época,
a sus treinta y seis años, era un matemático de fama mundial y ya
había descubierto que los matemáticos famosos se hallaban expuestos a
los chiflados. Estaba acostumbrado a recibir manuscritos de extraños en
los que se demostraban la sabiduría profética
de la Gran Pirámide, las revelaciones de los sabios
de Sión o los criptogramas que Bacon había intercalado
en las obras teatrales del llamado Shakespeare.
Así
pues, la sensación básica que embargó a Hardy fue la de aburrimiento.
Miró la carta, escrita en un inglés vacilante y firmada por un indio desconocido que le pedía
su opinión acerca de sus descubrimientos
matemáticos. Parecía tratarse de una serie de teoremas la mayoría
de los cuales tenían un aspecto extraño
y fantástico. Uno o dos de ellos ya eran conocidos, pero habían
sido redactados como si se tratara de
un descubrimiento original. No había demostraciones de ningún
tipo. Hardy estaba no sólo aburrido sino irritado. El asunto le pareció
una curiosa especie de fraude.”
“...
En el fondo de su mente, impidiéndole gozar por completo del juego,
se había instalado el manuscrito indio. Teoremas
fantásticos. Teoremas como nunca había visto ni imaginado. ¿Un fraude genial ? Una pregunta iba tomando
cuerpo en su mente y, puesto que la mente era la de Hardy, la
pregunta se formulaba con ejemplar claridad. ¿Es
más probable suponer que se trata de un fraude genial que no de un matemático
desconocido genial? Obviamente la respuesta fue negativa. De regreso a sus
habitaciones en Trinity examinó nuevamente la carta. Avisó a Littlewood
(probablemente a través de un mensajero y, desde luego, no por teléfono,
hacia el cual sentía gran desconfianza, como por todos los utensilios mecánicos,
incluida la pluma estilográfica) que
tenían un asunto que discutir después de la cena”.
“...
hacia
las nueve de la
noche se hallaban ambos en una de las habitaciones de Hardy con el
manuscrito extendido ante sus ojos.
Ésta
es una escena en la que a uno le hubiera gustado
estar presente. Hardy, con su combinación de inexorable claridad y vigor
intelectual (era muy inglés, pero
en la discusión mostraba las características que
muy a menudo se atribuyen a sí mismas las mentes latinas);
Littlewood, imaginativo, poderoso e ingenioso.
Aparentemente, no les llevó demasiado tiempo solventar el enigma. Antes
de medianoche sabían —y con toda certeza— que el autor de
aquellos manuscritos era un hombre genial. Esto era todo lo que podían asegurar por el momento. Fue sólo posteriormente
cuando Hardy decidió que Ramanujan era, en términos de genio matemático
natural, digno de compararse con Gauss y Euler, pero que a causa de
su deficiente educación y de haber hecho su entrada
en la escena de la historia de la matemática con cierto retraso no
cabía esperar que contribuyese a su desarrollo en la misma medida que
aquellos.
Todo
esto parece ser sencillo pues es la clase de juicio que todo gran matemático
debiera estar capacitado para emitir. Sin embargo, ya he dicho anteriormente
que dos personas no desempeñaron un papel
demasiado brillante en esta historia. La caballerosidad de Hardy
hizo que no las mencionara ninguna vez
cuando escribió o habló sobre Ramanujan. Tales personas han muerto hace ya muchos años y creo que ha llegado la
hora de decir la verdad. Es sencilla. Hardy
no fue el primer matemático eminente a quien Ramanujan envió sus
manuscritos. Hubo dos antes que él,
ambos ingleses y del más alto nivel profesional.
Los dos devolvieron a Ramanujan los manuscritos sin comentario
alguno. No creo que la historia nos
cuente qué es lo que dijeron —si es que dijeron algo— cuando Ramanujan alcanzó la fama. De todos modos,
quienquiera que alguna vez haya enviado material sin que se lo
solicitaran, poca simpatía podrá sentir hacia ellos.
Sea
como fuere, Hardy comenzó a actuar al día siguiente.
Decidió que Ramanujan debía ser trasladado a
Inglaterra. El dinero no iba a ser el problema más importante, pues
Trinity siempre ha tenido buena disposición
ante la posibilidad de costear talentos heterodoxos (tal como haría
algunos años más tarde con Kapitsa). Una vez que Hardy había tomado una
determinación ninguna fuerza humana podía retener a Ramanujan. Sin
embargo, fue necesaria una pequeña ayuda de carácter sobrenatural.
Ramanujan
resultó ser un pobre funcionario de Madras que vivía junto con su esposa
con un sueldo de veinte libras anuales. Pero también era un brahmán,
extraordinariamente estricto en el cumplimiento de sus prácticas
religiosas y con una madre aún mucho
más severa al respecto. Parecía absolutamente imposible que pudiera
romper las prescripciones que le prohibían cruzar el mar.
Afortunadamente, su madre sentía un enorme respeto por la diosa
Namakkal. Una mañana la madre de Ramanujan anunció algo sorprendente: la
noche anterior había tenido un sueño en el que vio a su hijo sentado en
una gran habitación en medio de un grupo de europeos y la diosa de
Namakkal le había ordenado que no pusiera obstáculos en el camino que
llevaba al cumplimiento del destino a su hijo. Así cuentan la historia
los biógrafos indios de Ramanujan y,
a decir verdad, se trata de un hecho que nos permitió a todos
gozar de una agradable sorpresa.
Ramanujan
llegó a Inglaterra en 1914. Por lo que Hardy
pudo observar (aunque en este caso yo no me fiaría mucho de él),
Ramanujan, a pesar de sus dificultades para romper las prohibiciones de
casta, no tenía más fe en su doctrina teológica que el propio Hardy, si
se exceptúa una vaga benevolencia panteísta. Hardy solía encontrarle en
su cuarto ritualmente vestido con sus
pijamas y cocinando verduras con aspecto bastante miserable en una
sartén.
Su
asociación fue extrañamente conmovedora. Hardy nunca olvidó que se
hallaba en presencia de un genio, pero
de un genio que, incluso en matemáticas, carecía prácticamente
de todo adiestramiento. Ramanujan no había conseguido ingresar en la universidad
de Madras a causa de sus deficientes conocimientos
de la lengua inglesa. Según Hardy, era afable y de buen natural,
pero no cabe duda de que muy a menudo debía encontrar la conversación
con Hardy sumamente desconcertante cuando se abordaban temas ajenos a la
propia matemática. Parece ser que siempre le escuchó con una sonrisa
paciente en su amigable y bondadoso
rostro. Incluso en el campo de las matemáticas tenían ciertas
dificultades para intercambiar sus puntos de vista a causa de su
radicalmente distinta educación.
Ramanujan era un autodidacto y nada sabía del moderno rigor del
lenguaje científico; en cierto
sentido, ignoraba qué era una demostración. Hardy, en un momento
de efusión bastante insólito dentro de su caracterología usual, dijo en
cierta ocasión que de no ser un autodidacta, habría
sido menos Ramanujan. Recuperando su sentido de
la ironía, Hardy rectificó posteriormente y dijo que tal afirmación no
era más que una tontería. Si Ramanujan hubiera recibido una buena
educación, aún habría sido más
prodigioso de lo que fue. De hecho Hardy se vio obligado a enseñarle
ciertos aspectos de la matemática formal como si Ramanujan fuera
un estudiante candidato a una beca para ingresar
en Winchester. Hardy afirmaba que esta experiencia había sido la más
extraordinaria de toda su vida: ¿qué opinión de la matemática moderna
podía tener un individuo dotado de la más aguda penetración pero que
ignoraba literalmente casi todo lo referente a ella?
De
todos modos, la colaboración entre ambos dio como
fruto cinco comunicaciones de primera categoría,
en las que Hardy demostró una suprema originalidad
(se conocen muchos más detalles de tal colaboración que de la que
mantuvieron Hardy y Littlewood). Por una vez, la generosidad y la
imaginación se vieron totalmente recompensadas. Ésta es una historia de virtud humana. Aquellos que habían comenzado portándose bien mejoraron aún si cabe su forma de actuar. Es interesante recordar que Inglaterra concedió a Ramanujan todos los honores posibles. La Royal Society le eligió como miembro a los treinta años (muy joven incluso para un matemático) y Trinity también lo eligió colegial el mismo año. Era el primer indio que obtenía tales distinciones y Ramanujan, por su parte, las agradeció con enorme amabilidad. Pero repentinamente enfermó y en aquellos años de guerra trasladarlo a un clima más benigno representaba enormes dificultades. Hardy acostumbraba visitarle en el hospital de Putney, donde fue internado en grave estado. Fue en una de tales visitas cuando tuvo lugar el incidente del número de taxi. Hardy se había trasladado a Putney en taxi, tal como era usual en él, pues se trataba de su medio de transporte preferido. Entró en el cuarto de Ramanujan. Hardy, siempre tan inhábil para iniciar una conversación, dijo, muy probablemente sin saludar siquiera y quizás al margen de toda clase de preámbulos: "Creo que el número de mi taxi era el 1.729, me ha parecido un número bastante soso". A lo cual Ramanujan replicó: "¡No, Hardy, no! Es un número muy interesante. Es el menor número que puede ser expresado de dos formas diferentes como la suma de dos cubos". Éste es el modo en que Hardy relataba la conversación y, por lo demás, debe ser sustancialmente fiel. Hardy era un hombre honesto y es totalmente imposible que alguien pudiera haberse inventado tal anécdota. Ramanujan murió de tuberculosis en MadrÁs dos años después de haber finalizado la guerra. |
S. Ramanujan
G.H. Hardy |
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(C) José María Sorando Muzás |